terça-feira, 6 de março de 2012

Huellas



Terminarás odiándome, me dijo.
Yo miraba la ventana de la cocina, intentado mensurar los aportes de la lluvia al jardín. La tostada en mis manos ya estaba por crear tela cuando la decidí comer. Y comenté en voz alta, así casualmente, como se hablara a las migajas sordas sobre la mesa, a mi café ya frío, a hormigas invisibles: tu mermelada de fresa está riquísima.
Él tenía esa costumbre – coger frutillas silvestres para preparar mermeladas. Estaban ahí en la mesa, acompañando huevos revueltos o queso fresco. A veces las hacía de naranja con jengibre, en otros momentos de plátano, a menudo de fresas. Mi sueño, me comentó cierta vez, mi sueño es construir una casita en el pueblo de mis abuelos, meter ahí mis discos, mis libros, una mesita donde pueda escribir. Quizás tener un perrito juguetón, unas ventanas inmensas de donde se vea la montaña. Y por lo menos tres veces a la semana coger frutas para mermeladas. Yo, despistada, pronto imaginé una bodega rústica llena de potes coloridos de sabores diversos. Creo haber añadido la posibilidad de un huerto o de un jardincito con flores. Él no me miró; mantuvo sus ojos clavados en el horizonte. Había algo de dolor en aquel silencio.

Terminarás odiándome, me dijo.
Yo organizaba los libros en el estante, intentado cambiar la distribución de espacios y así darle a la pequeña biblioteca una cara nueva. El postal ya medio amarillo se quedaba ahí, sobre la alfombra verde, ignorando por completo mis movimientos mientras yo buscaba fuerzas para tirarlo a la basura. El atardecer en Tossa ya se vía descolorido, las letras ya habían perdido energía y el sentido: gracias por compartir tus nubes y tus brisas.
Él me comentaba de sus caminadas en la playa, temprano en la mañana, la parada para algunos ejercicios en las barras, los gatos que surgían de todas las partes cuando aquel señor viejito pasaba por allá con sus trozos de pan duro y seco. Tenía su escondrijo ahí, un banquito estratégicamente puesto atrás de unas piedras, ya sobre la arena, muy cerca del mar. Un día se inventó un barco imaginario que lo llevaría del Mediterráneo al Caribe, ultrapasando distancias y fronteras, reglas y prohibiciones. Yo, animada, pronto me apunté para hacerle compañía. Creo haber sugerido la posibilidad de bajarnos al Atlántico, viajar con los delfines y encontrar una isla desconocida disponible para nosotros. Él tampoco me miró, quizás ni haya escuchado; sus ojos, como siempre, los mantuvo clavados en el horizonte. Había algo de ruptura en aquel silencio.

Vine a comprender su enigmático aviso algunas semanas después, cuando partió sin avisar o despedirse. Cargó toda su ropa, todos los libros, algunos muebles y aderezos de la casa. Su mejor amigo me comentó que el plan era jamás volver. Capítulo cerrado es capítulo cerrado para él, dijo. Fue a vivir una historia de esas que decía odiar, con el clásico final: “y vivieron felices para siempre”. Pasé unos días confundida, sin comprender a veces por que llovía, ventaba o por que motivo las berenjenas se quedaban demasiado cocidas. Tampoco entendía por que la gente alrededor hacía tanto ruido, por que el reloj tardaba tanto a cambiar de horas o por que mi corazón súbitamente se callaba. Pero no terminé odiándole.

Aún hoy dibujo el personaje “él” que en mí se quedó en hojas ya amarillas del tiempo o en tostadas saladas, en ciudades sin mar. No terminé odiándole, al revés.
Había algo de ruptura en mi propio silencio.

Necesito decirte: adiós.

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