quarta-feira, 9 de fevereiro de 2011

fragmento

como me habías dicho tantas veces). Y tampoco me has dado la oportunidad de explicarme. Yo no me explicaría, ya sabías, pero que me escucharas. Que me escucharas. Lo que buscaba era que me escucharas. Rompías el silencio, el pesado silencio, el silencio más denso y lleno que ya probáramos para decirme que te cansaras, que tus sentimientos jamás cambiarían, que sería mejor que yo me disolviera en el agua caliente que caía de mis ojos y en la saliva ardiente que yo quisiera ofrecerte. Que ahora me tenías asco. Un asco afectivo, dijiste con letras mayúsculas y robustas. Tú, el mismo tú que me hicieras dos, tres, cuatro veces la misma pregunta en aquella parada del bus, ya mucho después de la medía noche: ¿estás feliz porque estoy aquí? El mismo tú que escuchó un sí, un silencio y una risa. Yo no sé más que tenerte asco, repetiste, como si quisieras borrar tu pregunta de la noche fría y sensible. ¿Cuándo fuiste sincero? ¿Cuándo empezaste a huir que no me di cuenta? Me dejaste la nevera vacía, puro hielo-hielo-hielo, sacaste los hilos que unían nuestros guantes, nuestras filosofías vanas y sencillas. Botaste el cubo mágico de nuestros trocitos compartidos y me expulsaste de tus pensamientos. Vate. Tú tienes algo de femenino, yo te lo dije con tanto cariño que te dañé. Pusiste fuego en mis ropas, me quemaste delante del espejo y dejaste todas las notas que venía regalándote con chocolatitos a cada darme cuenta. Sin embargo, aquel día, aquel día de plena fragilidad, cuando sentí coraje de darte mis palabras más tiernas, cuando quise abrazarte con la fuerza de mi lucidez sentimental (y mis disculpas, es cierto, aunque

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