sexta-feira, 1 de abril de 2011

¿Y qué?

Caminaba mirando hacia arriba, hacia a un lado y a otro, caminaba observando los formatos que mis pies adquirían mientras elegían pasos en calles angostas, en rutas inventadas por el casco antiguo, por la playa, por la montaña. Caminaba intentando ojos ajenos, sonriendo al viento, intercambiando aire con el mundo afuera. Caminaba. Caminaba casi volando, volaba como si caminara, suponía alas mientras imaginaba cielos, nubes, estrellas. Mi realidad tenía sabor de fresas grandes y vinos negros, muy oscuros. Mi realidad era roja y yo no me había dado cuenta; mi realidad no era completamente dulce, pero aún así me parecía sabrosa. Y de súbito ya no caminaba más; me encontraba parada, plantada, fincada en un sentimiento grande, grande, grande aunque pequeñito. Gritado aunque discreto. Mío sin ser mío. De súbito todo había cambiado: mi reflejo en el espejo tenía colores y texturas distintas. Mis oídos buscaban un cierto acento, mi saliva un cierto silencio. “¿Tú me escuchas y qué?” Sí, sí, sí, yo le escuchaba. Lo sentía dentro de mis sueños y de mis pesadillas, yo lo sentía tan entero que a veces pensaba que me transformaba en él apenas por unos segundos a fin de descargarlo de tamaña intensidad. Soy demasiado humano. Yo también. Demasiada humana. Pero él es tan inmenso en su hombría, en su dignidad que me siento invisible. Y, invisible, no soy vista. Él no me ve, casi no me siente. Yo que caminaba ahora me quedo inmóvil; busco inútilmente pinturas y rellenos que me puedan hacer visible. Él mira hacia lejos, lejos, lejos y alto, y yo estoy cerca, casi a una docena de pasos. Mi realidad era roja y yo no había dado cuenta. Ahora llena a quemado, carne quemada, un amor oculto e interdicto. Un gran laberinto. “¿Tú me ves y qué?”

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