Y, porque quiso soñar, voló lo más alto que pudo. Y, porque voló alto, no pudo más volver. En aquella mañana, muy temprano, logró alcanzar la ventanilla más alta de la torre medieval; su naturaleza de pájaro ocultaba su esencia casi humana: sí – confiaba – había algo allá a su espera; sí – el pequeño corazoncito pulsaba – había algo allá que buscaba. No se sabe cuanto tiempo tardó hasta que se diera cuenta de la trampa: la ventanilla se estrechaba hacia adentro, impidiendo la salida. Tampoco se sabe si el hermoso pájaro se desesperó. Si cantó la música más dulce que conocía, si murió de sed, de hambre o de saudade. Si en algún momento tuvo la certeza de que por fin volaría hacia la eternidad. A veces, alguien visita la habitación secreta de la torre; observa el piano roto y cubierto por una capa de polvo, las dos o tres sillas cojas de una o dos piernas, trozos de un papel amarillo casi deshecho y ya pegado al suelo. Allá, al costado, dónde llegan los rayos del sol, están los restos del pájaro – pero él ya no está, seguramente no. Y, porque quiso soñar, voló lo más alto que pudo. Y, porque voló alto, no pudo más volver. Y, porque no pudo más volver, ha empezado a soñar.
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