El sonido que me entraba por la ventana no parecía del viento, el viento ese que se hacía de protector de mis tristezas o de mis desventuras. No: el sonido era otro. Salía de la garganta del mundo como un grito gutural, generado por las entrañas, entrañado en las genealogías de la humanidad. Era un nombre reverberado en las calles, en las montañas, en las esquinas, en los caminos de arena o en las carreteras salvajes, entre sábanas o sillas, en manos fuertes y miradas románticas, en barbas y cerros, pies grandes y a veces crueles. Un nombre que perdía el dulzor cuando pasaba del portugués al español. Que ganaba virilidad cuando pasaba del frío de los espacios ajenos para dentro de mis rutas sonoras rebuscadas.
Jorge. Jorge. Joooorge. Jorgeeeee. Más allá de la ventana, más allá de la montaña, más allá de la garganta, más allá de los pasillos seguros de mi casa. En aquel momento, un tanto atónita, muy agobiada, visiblemente nerviosa, yo me vía cercada por ‘js’ y ‘gs’ con todas las conjugaciones posibles. El mundo estaba lleno de hombres. Hombres de todos los tipos, tamaños o edades. Hombres en sus timbres graves. Hombres furiosos, hombres delicados. Hombres grandes-grandes-grandes. Y pequeños-minúsculos. Hombres grises, hombres volcanes. Hombres profundos, hombres monocordios. Todos ellos Jorges. El mundo (¿o mi mundo?) se había tornado un universo de Jorges, una gran población que me miraba curiosa cuando yo gritaba el mismo nombre.
Al inicio intenté volar. Huir, desaparecer, ocultarme, correr hasta la playa más cercana y embarcar en un navío hecho de hojas de diccionarios fonéticos. Subir el tono de las músicas, aumentar mi propia voz, mis cantos ocultos, los ruidos discretos de mis pasos agitados. Poquito a poco, me fui dejando estar en ese mundo raro y denso, un mundo de varones que en su nombre cargan parte de la historia del género humano: Jorge es aquello que trabaja la tierra. Jorge – con sus ‘js’ y ‘gs’ – es aquello que lanza las semillas y que cosecha. Ni siempre planta lo que cosecha. Ni siempre cosecha lo que planta. Jor: la fuerza que invade. Ge: la fuerza que saca. Yo tambaleaba. Trastabillaba sobre mis aparentemente frágiles defensas. Mi primer nombre – María – significaba ‘señora soberana’, ‘fuerza vital’. Quizás ‘tierra’. Mi segundo nombre, Fernanda, ‘batalladora incansable’, ‘osada y creativa’. Quizás ‘trabajadora’. ¿Entonces los Jorges eran trozos imaginarios de mis significados más escondidos?
Pánico, desmayos, boca seca. Por fin, la paz.
Fueron tiempos aquellos de inspiraciones infinitas. De sonrisos y de rudezas. Fueron tiempos, especialmente, de aprendizajes distintas: del más puro contacto entre estrógenos de doble nombre con testosteronas homónimos y tocayos, pero tan tan tan diferentes. De mis manos atrevidas y sus uñas largas con espaldas muchas veces indóciles. De sueños un poco ácidos con suspiros llenos de poesía. O dolor.
Un día el sonido ya no entró por la ventana. Creo haber despertado aún un poco tonta por los vinos y risas y hallazgos de la madrugada y solo me di cuenta mucho tiempo después que había un silencio raro, un silencio no silencioso. Un silencio relleno de nombres femeninos y masculinos, muchos, muchos, muchos. Un silencio recreado por vocales y consonantes dichas de todas las maneras. Había sol afuera, la playa que no vía pero sabía que existía, y hombres llamados Gabriel, Rodrigo, Josep, Miguel, Felipe. Había un hueco en los sonidos del mundo. Mi habitación estaba rellena de los sentidos de María y de las ganas de Fernanda. Pero ya no encontraba señales de aquel universo de masculinos tan potentes, los Jorges de tantas descubiertas.
Hasta que pasé por aquella puerta y me deparé con cuatro. Cuatro Jorges. Y ahora me pregunto si son recuerdos o si son promesas, si son reales o invenciones. ‘Hay más cosas en el cielo y la tierra, mujer, que las que sospecha tu filosofía’. Así se lo han dicho. Así me lo he escuchado.
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