Él vivía en la casa ya hacía unos meses. Llegó atraído por las paredes externas de color blanca, pero tan blanca que parecía no haber jamás enfrentado lluvia, por el olor de mermelada de fresas de los viernes y de tartas de naranja a los sábados. Por eso se instaló en aquel hoyocito cerca del comedor, con salida para el jardín de la casa, en un fin de semana. Ya no quería estar con sus compañeros en los basureros de la ciudad o en bodegas llenas de trastes de edificios grises y tristes. Y más que alimentarse de los trocitos de fruta que se caían detrás del horno o migas de pan, buscaba un lugar tranquilo, donde pudiera meditar, estar lejos de las muchedumbres de ratas aflictas y así compartir con otros seres. En realidad, él se sentía muy solo. Le encantaba la idea de encontrar alguien para amar.
Aquel día fue distinto de los demás. La familia no estaba en la casa, entonces pasó una semana sin el olor de fresas y los trocitos de naranja. Tuvo que buscar comida en la basura del vecino y casi se tornó juguete en las patitas del gatito muy joven que ahí recién había llegado. A fin de entretenerse, decidió explorar la casa, ya que con la gente casi no se arriesgaba ir además del comedor, de la cocina y de la siempre limpia bodeguita.
Fue cuando entró en el salón y la vio. Ella estaba allá. Luminosa, con un rayo de sol cayendo justo sobre su espalda. Azul, de un azul muy lindo. Alta, delgada. Parecía triste y soñadora… Quizás también se sentía sola en el medio del sillón gris y austero, de las poltronas oscuras y serias, de las mesitas envidiosas y las pequeñas lámparas chismosas.
El ratón se enamoró inmediatamente. Se quedó horas en la esquina de la pared mirando la bella silla azul, tan distinta, tan desubicada en aquel salón imponente. Creyó haber visto una lágrima le escurrir hasta la alfombra. Quizo abrazarle, pero decidió no acercarse. Volvió un día, después otro y más otro. La silla seguía calada, pensativa; los otros muebles comunicabanse en la lengua de muebles, y ese era un idioma extranjero y extraño para el pobre ratón. Tal vez hablaban de su objeto de amor, tal vez no. Quien sabría? En la única vez en que pasó delante de la silla, siguiendo la línea de la otra pared, notó que ella le lanzó una mirada triste. El corazón del animalito salió del compaso: estaba aún más enamorado.
La familia en fin llegó, y el ratón decidió no arriesgarse por algunos días. Pero añoraba la bella silla azul y se apenaba por la distancia. Ya sin aguantar, salió una noche, aprovechando que las lámparas y los dueños de la casa durmieron temprano. Fue hasta la silla, que también dormía. Empezó a hacerle cariños en las patas delgadas y lisas. Sintió un suave gemido y una palabrita incomprensible para su oidito de ratón. No supo cuantas horas estuvo él ahí. Despertó cuando la luz entró por la ventana hacia las patas de la silla. Felicísimo, volvió a su escondrijo. Ya ni le importaban las migas de pan de queso, que tanto le encantaban, el olor de fresas. Una noche después de otra, el ratón se acercaba de su amada. Sentía que era correspondido. Mientras le acariñaba las patas, le decía versos dulces.
Pero, cierta madrugada, alguien prendió las lámparas traicioneras. Fue la hija mayor, quien bajó a beber água y lo vio allá, apegado a la silla azul. Entre el susto y el asco, empezó a gritar. El ratón, sorprendido, volvió corriendo a su hoyocito bajo la mirada irónica del sillón.
La vida se cambiara insoportable. La familia, con miedo de que el asqueroso animal volviera, puso ratoneras por toda la casa y cuidó de aumentar la limpieza del piso. Él ratón ya no encontraba alimento, tampoco podría salir con libertad. Hasta el día que cerraron la entrada de su escondrijo, impidiéndole de volver a la casa. Era el momento de buscar un nuevo hogar.
Pasó mucho tiempo, fueron semanas, meses. El ratón había encontrado otra casa buena, dónde comía trozos de pollo y migas de cakes. Su corazón herido jamás encontrara otro amor; el recuerdo de la bella silla azul permanecía vivo y presente. Hiciera amistad con una pequeña y vieja tortuga que vivía suelta por el jardín y le escuchaba las historias. Una vez, después de un encuentro con amigas ratas, pasó delante un basurero colectivo. Notó unos trozos de madera azul; su corazón se apretó en un grito de dolor. Dios mío! Decidió no acercarse. Mejor que no supiera si, de echo, aquellas eran las partes de su amada. Mejor que la mantuviera viva y entera en sus pensamientos. Dios mío! Tan linda... tan triste... Aquel día lloró montón.
Fuera un amor verdadero aquel. Un amor lleno de barreras. Pero de verdad.
Ela era a mulher da saia rodada e florida, do sorriso no rosto, do belo buquê de gérberas cor de rosa nas mãos em pleno lusco-fusco. Era ela.
quarta-feira, 4 de fevereiro de 2009
un amor con barreras
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Um comentário:
pobre ratinho, mas de coração puro. linda história! lembrou a musiquinha do "premeditando o breque", em que o urubu se apaixona por uma asa delta. amei a pintura do teu amigo! cores fortes!
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