(MFV, 2008)
A los amigos de la EICTV
Y a todos que han pasado por mi vida en ese viaje, permitiendo que yo también hiciera parte de sus vidas
Ya había unos minutos que observaba la hormiga. Tonta esa hormiga, pensaba. Y suspiraba aún más fondo y profundo. La criaturita se movía alucinadamente por la toalla lila, dando vueltas al platillo ya agotado de servicio: solamente unos restos de comida y una servilleta con marcas de pintalabios. Sácame de aquí, casi le pedía él a una de ellas. ¿Qué quieres, tarada? ¿Contarme tus secretos o saber de los míos? La respuesta jamás vino: su dedo feminino tiró la pobre hormiga tan lejos cuanto estaban sus pensamientos. Miedosa, le dijo, como consuelo a sí misma por tal demostración de fuerza sin necesidad. Y puso en el platillo más una servilleta cargada de pintalabios. Basta de sonrisas por hoy, quisiera besos. Los de él. Pero él estaba, pues tan inesperado, aún lejos en tiempo y espacio. Quizás no estuviera en corazón, pero… ¿quien sabría?
La vida subitamente se cambiara en una sucesión de escenas de sueño y de epopeya, de poesía y de entrañas, rellenas de sentimientos fragmentados y pura pulsión de vitalidad. Se sentía títere en las manos de un creador demasiado inventivo, lanzando al mundo un personaje tan inverosímil cuanto atractivo. Que era ella, aunque el espejo enseñara una mujer como cualquiera, con mejillas rosadas y cabellos finos, ojos atentos y las sonrisas que le venían con mucha facilidad. Que era ella, aunque le costara creer que vivía todo aquello de una sola vez. ¿Un poco más despacio, se puede?
La mañana le traía paisajes de India, ay, que tiernos los recuerdos, y el sonido dulce y bello de la cítara. Estrellas fugaces, flores que duran un solo día. Por la tarde, historias que los gobiernos insisten en botar a la basura: masacres, luchas por la dignidad, ciudadanía olvidada, esperanzas destruidas en las venas y órganos de un El Salvador que jamás vino. Y no vendrá. La Palestina le surgió por la noche, más delgada que lo habitual, insistiendo en las dificultades de saltar los muros todos que alejan las gentes y los destinos y los diálogos. Ella quería silencio. Para estar simplemente. Para llamarse a sí en el mundo de adentro, traerse de la vida invisible que era tan suya. Porque ya era parte de la vida de todos, de una vida comunitaria, dónde cada uno es un farolito indispensable en la larga procesión de pequeños o grandes luceros. Ella no podía faltar. Ella tampoco quería faltar.
Hiciera ya unas cuantas travesías. Se acordaba de la mítica puente en Mitrovica, aquella que separaba el viejo país del nuevo. De un lado, las montañas impasibles, rencores en una capital siempre en la defensiva, un pasado que ya no se podía olvidar. De otro, el sabor de las novedades, plata fresca en circulación, nuevas banderas para antiguos problemas. Trozos de guerra fría, de ex Yugoslavia. Por la ventana, la Historia pasaba demasiado rápido. Sus intestinos digerían mitades, pues los enteros se ponían muy, muy grandes para una pronta comprensión. Pensaba incluso en un hecho formidable, había conocido dos fauces de una misma Macondo: la Nicosia turca, o sea, la Lefkosa chipriota, y una muy amable Bejucal, parte de una Cuba de millones de fronteras. Fronteras que hasta hoy le hacían eco. Macondos que la llamaban de amiga.
Amiga.
¿Dónde estaría la pobre hormiga? Buscaba ahora apoyo para sus largos suspiros. ¿Quien era ella ahora? Se reconocía en tantos rostros, en tantos deseos, en tantas preguntas y en no sabía cuantas esperanzas. Ya no cargaba una única nacionalidad, pertenecía a muchas tierras y a muchos pueblos, expresaba en sí las contradicciones de un mundo torcido y perdido, aunque estuviera ella encontrada. A los pies del Volcán Poas, en el casi-verano costarricense, los hallazgos se pusieron en paseo desde su alma. Se había quedado impresionada. Creciera demasiado. Muy grande, ya no cabía más en las ropas antiguas o en el barquito de otros tiempos. Las alas se le habían alargado y siempre se encontrarían pintalabios para colorir aún más sus sonrisas que no terminaban de surgir. Otra servilleta en el platillo ya dormido, y más otra, otra más. Pero ahora estaban llenas de lágrimas las servilletas. Y esa lluvia que llovía dentro de ella no era tristeza. Al revés. La ruta desconocida parecía no tener fin, eso era bonito, muy bonito, y el retorno ahora la llevaba hacia dentro de si misma. Se reconocía su propio hogar y no sentía más frío. Que siguiera volando, entonces. Desde y para su hogar.