A los amigos colombianos y latinoamericanos, de Servas o (aún) no, con mucho cariño
Cerca de la débil luz amarilla de la esquina, estaba él. Un cuentero. Edad indefinida, rostro indefinido, manos agitadas, voz suave. Su vieja silla lo acompañaba, silenciosa y atenta a los ejercicios de respiración a los cuales se dedicaba el hombre. Poco a poquito, unos jóvenes se juntaban alrededor del personaje. Él cerró los ojos, estiró los brazos y, bajo el cielo lleno de estrellas y luna en sonrisa, dijo que iba a volar. Y empezó su cuento.
Era una mujer de mejillas rosadas, cabello frágil y manos de soñadora. Se decía brasileña, pero podía ser cualquiera. Ya había estado en Perú y en la Palestina, en Canadá y en Kosovo. A veces, hablaba con un acentito catalán. En otros momentos, cuando se encontraba distraída, nombrando montañas y sentimientos, dejaba irse por el portuñol. Le gustaban los poetas y los chiflados, los viajes y los encuentros, los claros y los oscuros. Pertenecía a esta nuestra dimensión, pero también a la otra, alguna otra, que todavía los ingenieros y los matemáticos no comprendían. En unas cuantas noches, tenía sueños sabor nevado de café. En las más calientes, solía soñar sabor vino con carne masculina – pero no es sobre esto que se trata nuestro cuento.
Un día le tocó a esa muchacha de alma peregrina un paseo mágico por tierras colombianas. El mundo se había vuelto oscuro y nada se podía ver con ojos de la razón. Había un viaje a hacer, por entre cerros y valles, charcos y ríos, sapos y pájaros nocturnos, emociones y sensaciones. Y ella sabía que no habría más regreso. Que la ruta de los senderos desconocidos es la ruta de los soñadores, de aquellos cuyas manos se asemejaban a las suyas. Y un soñador va y viene, pero ya siempre otro.
Alimentada por arepas, ajiacos, tintos e aguas de panela, ella caminó guiada por las enseñanzas de Seykwa, un ser mítico de las forestas, y con pequeña ayuda de su linterna del corazón. Cuando los ojos de la razón no ven, todo el cuerpo y toda el alma reciben con gentilezas el mundo alrededor. Y eso le pasaba a ella.
Y ella, entonces, recorrió Bogotá, entre carreras y calles, árboles y transmilenios, cafés Juan Valdez y Monteserrat. Se perdió del tiempo en la Candelaria hasta encontrarse de nuevo en Villa de Leyva, dónde la música barroca se despegaba de la Iglesia de San Agustín y rellenaba los oídos de las casitas blancas de portales y ventanas verdes. Voló a Cartagena, dónde un carruaje la llevó a recorrer el bello centro adentro de las murallas y probar patacones y jugos de zapote. Vio también las afueras hambrientas, agitadas y nada turísticas de aquella famosa ciudad. Danzó en la Playa Blanca, encantada con las aguas caribeñas. Estuvo en Turbaco de paso, siguió para Valledupar y subió la Sierra Nevada, hasta Nabusimake. Allá casi se despegó de la dimensión cotidiana, flotando por entre misterios y novedades. Volvió a la realidad en Santa Marta, que le pedió más tiempo y le regaló limonada de coco. Pero ella tenía de continuar adelante, entre la humanidad y las fronteras, volando.
Pero lo más lindo de su travesía mágica fueron los encuentros. Gente de ahí y de allá, gentes de todos los tipos y gustos, gentes de acentos distintos y corazones grandotes. Gentes que la rellenaron de esperanza y amor. Amigos, amigos que se le tocaron el alma y la vida misma. Amigos que la hicieron grande, grande, grandísima. Casi no cupo más en si misma de tanta dignidad compartida.
En ese momento, el cuentero lloró. Y aún con los brazos abiertos, delante de una muchedumbre sorpresa y emocionada, él empezó a volar. Y su rostro de hombre gañó rasgos femeninos, mejillas rosadas y boca delicada. Su cabello se volvió delgado, sus manos ya eran manos de soñadora y en su pecho crecieron senos, sus caderas se alargaron.
Más allá de las estrellas y de la noche, cuando el sol se estira perezoso, es posible ver el personaje-vuelto cuentero-vuelto personaje, una mujer-mariposa-azul, volando cerquita de la nube de tonos dorados. Cuando la gente dona o gaña un abrazo, ella sonreí. Y el mundo se queda mucho más cálido y lleno de amistad.
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