Eran calles extrañas, demasiado púdicas, ornamentadas por bares de unas cuantas cañas y rebeldías efímeras, por edificios hermosos pero opacos, por plazas de todos y de nadie a la vez, una atmósfera de burbuja disuelta en el aire. Había llovido y ahí estábamos. Caminando.
Caminábamos consecuentes y cuidadosos, limpios y decentes. Casi no mojábamos nuestros zapatos en la resaca de las esquinas. No ofendíamos el léxico ni el manual de buenas costumbres. No provocábamos la gente que salía del metro o que aguardaba, con algún enfado, a su autobús. Sin embargo, no esperábamos que el semáforo se volviera verde a nosotros; pero tampoco avanzábamos límites. Estaba muy claro: yo termino aquí, tú empiezas ahí, no nos confundamos.
Era noche y caminábamos.
Yo buscaba alguna obscenidad, alguna pequeña tragedia oculta en la noche amena, alguna herida aún abierta. Pero era todo de una ligereza tan grande, tan fresca, tan deshumana que me aturdía. Las calles extrañas olían a una superficialidad premeditada y artificial, las vitrinas de las tiendas, las ventanas de los restaurantes, la gente en ropa de sábado, los coches en alta velocidad: todo parecía reflejar el esqueleto de una alegría que ya no estaba.
Parecíamos contentos.
Caminábamos por rutas ya agotadas de tantos recorridos. Rutas sin novedades. Rutas dibujadas de antemano. Y él me hablaba aburrido: ¿que es viajar sino recorrer rutas que ya están hechas?
Caminábamos porque todavía no era hora. No era hora de coger el tren, no era hora de despedirnos, no era hora de alimentar la joven y testaruda amistad que insistía en mantenernos ahí, andando lado a lado.
Pues lo que me hacen los viajes, yo decía en silencio, entrelíneas y con los ojos desprotegidos, es la descubierta misma de un pasaje que nadie ve y que te conduce a un camino salvaje y desvergonzado. Es la descubierta misma de un paisaje que te desorienta, te disturba, te saca de las líneas tan precisas de tus cuadernos de notas. [Él no me escuchaba, era noche, caminábamos, todavía no era hora de coger el tren]. Los viajes verdaderos, yo masticaba como si fuera una zanahoria infinita, nhac, nhac, nhac, te transforman en otro tú. Tienes, a cada viaje verdadero, que botar fuera los espejos y los calcetines que usabas inmediatamente antes. Viajar de verdad no es evitar las rutas que otros ya hicieron, sino evitar nuestras propias rutas, aquellas que ya conocemos hasta de ojos cerrados y bostezos al acaso.
Pero él no me escuchaba.
Era noche, se hizo tarde, llegó la hora del tren y, para captar algo de alma en aquella noche tan cálida y tan ausente de su naturaleza de noche, para captar algo de su alma, le cogí la mano y le di un beso.
Las calles seguían raras y mojadas. Las sombras ocultas por las luces de los edificios me miraron con fastidio y desconfianza. ¿Qué haces? Él me dio las espaldas. Yo había perdido algunos gramas de cariño: ‘todo lo que es sólido se deshace en el aire’.
La plaza era bonita por la noche y sonaba a película.
Busqué una ruta conocida. No había. Busqué una ruta dibujada. No sabía.
Fue entonces, en aquel momento, que ha empezado mi verdadera aventura. Era noche, ahí estaba. Caminando. Con la alegría espontánea de aquellos que saben que un día, en un minuto o en mil años, llegarán al mar.
Caminábamos consecuentes y cuidadosos, limpios y decentes. Casi no mojábamos nuestros zapatos en la resaca de las esquinas. No ofendíamos el léxico ni el manual de buenas costumbres. No provocábamos la gente que salía del metro o que aguardaba, con algún enfado, a su autobús. Sin embargo, no esperábamos que el semáforo se volviera verde a nosotros; pero tampoco avanzábamos límites. Estaba muy claro: yo termino aquí, tú empiezas ahí, no nos confundamos.
Era noche y caminábamos.
Yo buscaba alguna obscenidad, alguna pequeña tragedia oculta en la noche amena, alguna herida aún abierta. Pero era todo de una ligereza tan grande, tan fresca, tan deshumana que me aturdía. Las calles extrañas olían a una superficialidad premeditada y artificial, las vitrinas de las tiendas, las ventanas de los restaurantes, la gente en ropa de sábado, los coches en alta velocidad: todo parecía reflejar el esqueleto de una alegría que ya no estaba.
Parecíamos contentos.
Caminábamos por rutas ya agotadas de tantos recorridos. Rutas sin novedades. Rutas dibujadas de antemano. Y él me hablaba aburrido: ¿que es viajar sino recorrer rutas que ya están hechas?
Caminábamos porque todavía no era hora. No era hora de coger el tren, no era hora de despedirnos, no era hora de alimentar la joven y testaruda amistad que insistía en mantenernos ahí, andando lado a lado.
Pues lo que me hacen los viajes, yo decía en silencio, entrelíneas y con los ojos desprotegidos, es la descubierta misma de un pasaje que nadie ve y que te conduce a un camino salvaje y desvergonzado. Es la descubierta misma de un paisaje que te desorienta, te disturba, te saca de las líneas tan precisas de tus cuadernos de notas. [Él no me escuchaba, era noche, caminábamos, todavía no era hora de coger el tren]. Los viajes verdaderos, yo masticaba como si fuera una zanahoria infinita, nhac, nhac, nhac, te transforman en otro tú. Tienes, a cada viaje verdadero, que botar fuera los espejos y los calcetines que usabas inmediatamente antes. Viajar de verdad no es evitar las rutas que otros ya hicieron, sino evitar nuestras propias rutas, aquellas que ya conocemos hasta de ojos cerrados y bostezos al acaso.
Pero él no me escuchaba.
Era noche, se hizo tarde, llegó la hora del tren y, para captar algo de alma en aquella noche tan cálida y tan ausente de su naturaleza de noche, para captar algo de su alma, le cogí la mano y le di un beso.
Las calles seguían raras y mojadas. Las sombras ocultas por las luces de los edificios me miraron con fastidio y desconfianza. ¿Qué haces? Él me dio las espaldas. Yo había perdido algunos gramas de cariño: ‘todo lo que es sólido se deshace en el aire’.
La plaza era bonita por la noche y sonaba a película.
Busqué una ruta conocida. No había. Busqué una ruta dibujada. No sabía.
Fue entonces, en aquel momento, que ha empezado mi verdadera aventura. Era noche, ahí estaba. Caminando. Con la alegría espontánea de aquellos que saben que un día, en un minuto o en mil años, llegarán al mar.