Nos
quedábamos ahí, más o menos sin rumbo, en búsqueda de cualquier cosa que
hiciera sentido en noches cálidas o mañanas frías. Pucha, qué cliché, decíamos,
culpa siempre del vino y del amor. Pero no me amas, yo me acordaba, y casi ya
no hay vino. Qué importa, vaya, mira al mar, por las arenas de la Barceloneta
todavía se encuentran rastros de todos los amantes que vinieron antes de
nosotros. Pero ya no me amas, yo
intentaba acordarme, y has bebido todo el vino. Qué importa, ¿por que te
preocupas tanto?, qué importa si ahora llove, si nuestras espaldas se ponen
resbaladizas, tú has cambiado tanto y – ¡híjole! – mira, de verdad, ya te veo tan
escurridiza. Nos quedábamos allá, menos o más sin rumbo, esperando que viniera
el sol o las estrellas, lo que hubiera llegado antes. Pucha, de nuevo, vuelves
con esas palabras sin nexo, hay tanto lo que no hacer y lo haces todo, te
olvidas, no me cierres tus ojos. Las gentes y sus bicicletas volaban cerca de
nosotros, ya éramos otros, caray, el tiempo, siempre el tiempo, otro cliché! El tema es que nos habíamos vuelto clichés, me daba cuenta con tristeza. Era una lástima, como no estar cerca de aquel rostro, como alejar de él mi corazón, olvidarme de los besos y de los barquitos de papel. Había mucha vida siempre alrededor, a las
nueve de la mañana, a las tres de la misma mañana, a las diez de la noche, a
las siete de la tarde – porque allá la noche llega siempre con retraso.
Echo de
menos las horas en que nada era muy complicado y nos sentíamos libres, yo me
sentía libre, había vino y tanto amor.
Extraño.
Añoro.
Saludos, pero ahora me voy.